– Eso representa el parque ecológico-arqueológico de Filobobos
– Son 10.5 hectáreas de vestigios prehispánicos sin descubrir
Por: Mario Noriega Villanueva/ informatePR
H. Tlapacoyan, Ver.- Sencillamente, Tlapacoyan y su riqueza natural, son otro mundo. Aire puro, zonas arboladas inmensas, gente laboriosa. Cultivos de café, cítricos y una amplia producción agrícola complementado con esos gigantescos aunque sin descubrir, monumentos arqueológicos de una cultura que “aún no está definida”, asegura Martín Pimentel Pérez, un estudiante de arqueología que quiere pero no lo dejan, abrevar de ese pasado histórico.
Explica Pimentel que el nombre de Filobobos es un “culto al agua” aunque literalmente filo es acantilado y bobo, un pez de la región. Son 10.5 hectáreas de parque declarado área protegida, que se extienden a lo largo de Atzalan y Tlapacoyan desde el fondo de la cañada hasta la cuenca alta del río Nautla, cubierto por una inmensa área boscosa.
Los monumentos están semidestruídos por la ignorancia de los campiranos primero; luego por la ambición de poner en venta piezas arqueológicas que se pueden localizar a flor de tierra o entre los árboles de todos tamaños. De hecho, no ha habido labores de rescate, sino solo un intento en época de Dante Alfonso Delgado Rannauro. Se pueden ver altísimos árboles sobre los edificios. Son más de 500 edificaciones según se estima desde aquellas que tienen 6 y hasta 80 metros de altura.
La charla con Martín, es amena, interesante pero conforme avanza, nos damos cuenta su desaliento porque ni las autoridades estatales ni las federales a través de sus dependencias correspondientes, apoyan el rescate de estos inmensos vestigios de una cultura que viene desde el preclásico, una cultura única diferente que comprende la ruta del preclásico, la conquista y tiene influencia de la revolución. Existe una mezcla de las culturas maya, tolteca, teotihuacana, huasteca, zapoteca, totonaca, azteca, en fin, es una cultura diferente a toda mesoamérica”.
Martín nos expone que en esa extensión, existen evidencias grandiosas de asentamientos como “Piedra Blanca” a la margen izquierda del río Nautla; el centro ceremonial “El Cuajilote” –nombre que le dieron por la abundancia de un árbol que por la región totonaca se conoce como Chote–, a la derecha; Vega de la Peña, una ciudad antigua, a 3 kilómetros abajo; otros 3 kilómetros más abajo todavía, se localiza “La Colorada” y a la margen izquierda cerca de la carretera a Martínez de la Torre, “El Relicario”, donde hubo vida simultánea y hacia donde la comunicación era por río.
Solamente se han efectuado trabajos de rescate, “tan solo se iniciaron, pero se abrieron al público en 1994 para que se fueran conociendo ya, en El Cuajilote y Vega de la Peña”. Por cierto en esa ocasión apunta Martín Pimentel, hubo problemas porque se trataba de propiedad privada. Después fue expropiada el área para convertirla en zona protegida donde se respeten las ruinas como tales y se evite que las características del tiempo, acusen mayor daño del que ya tienen. Se muestran fachadas que vislumbran la cultura única.
El joven arqueólogo auxilió en los trabajos iniciales de rescate que comprendieron en dos etapas, 16 meses, pero es necesario que esas labores se reinicien aunque señaló que como el Gobierno Federal y del Estado carecen de fondos suficientes para esas labores, la iniciativa privada podría convertirse en “el fósforo que encendiera la mecha” y constituir un enorme atractivo turístico porque, analiza, “antes, el deseo del visitante era visitar las playas, ahora quiere regresar a lo natural, a lo ecológico, a lo cultural y el parque ecológico es un conjunto que conjuga en una grata armonía naturaleza, cultura y aventura”. Y se requiere de apuntalar esas labores para evitar que se siga aniquilando a las especies, pues han desaparecido prácticamente, serpientes, nutrias, mapaches, tejones, tortugas, iguanas, loros, garzas, etc.
Tlapacoyan tiene un inmenso porvenir en lo turístico, si los Gobiernos federal y estatal apoyaran el rescate de esos monumentos arqueológicos. Así se acabaría de complementar lo natural con el descenso en río, es decir, el deporte de aventura extrema que se puede practicar en los rápidos o simplemente caminar por los acantilados para presenciar las gigantescas caídas de agua, que como serpientes se dejan caer desde alturas de más de 50 metros.
Ahora bien, existe material arqueológico guardado en una bodega desde hace varios años, pero nadie, –menos el público—tiene acceso a presenciar esa riqueza que debería estar en un museo, para que esa cultura única, se conozca y se difunda.
Se pueden entrar a los edificios de las zonas El Cuajilote y Vega de la Peña, pero desde 1994 cuando se abrieron al público hasta la fecha, se cobran 30 pesos por persona –nada a los estudiantes—y ni así se ha logrado reunir recursos suficientes por parte del INAH –tiene a su cargo la explotación—para dedicarlos al rescate. Mientras, Gobiernos de la República y del Estado, permanecen indiferentes.
Por ello, habitantes de esta ciudad, los prestadores de servicios, la sociedad en pleno, deben sumar esfuerzos para promover el interés de la iniciativa privada por invertir en la industria sin chimeneas, con la explotación del conjunto de naturaleza, cultura y aventura que se conjuga en ese extraordinario espacio de zona protegida por ser patrimonio de la humanidad.
Ahora bien, como no se han realizado labores de investigación para determinar con exactitud de qué cultura se trata, es necesario agitar conciencias para hacer causa común y que Federación, Estado, Municipios y sociedad en general, conjuguen esfuerzos para lograr el desarrollo de toda esa zona turística que dará riqueza inmensa y disparará la economía de la región.